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El diario de Luise: fascinada por Hitler pese a su secreto familiar inconfesable



¿Cómo puede una modélica ama de casa dejarse seducir por Adolf Hitler? ¿Por qué una aplicada maestra de escuela denuncia a su hermano ante los nazis? ¿Acaso no escondía un secreto familiar inconfesable que debería impedir su fascinación por el Tercer Reich?

Luise Solmitz nació en Hamburgo en 1889 y escribió un diario anual de 700 páginas que terminó convirtiéndose en un documento fundamental de la historia de Alemania de la primera mitad del siglo XX. Sirve para entender el ascenso del nazismo, pero también las dudas que despertó el régimen de Hitler entre la ciudadanía.

Ella misma terminaría renegando del Tercer Reich, sobreviviría a la Segunda Guerra Mundial y engrosaría la corta lista de las mujeres del nazismo, que podrían encabezar la cineasta Leni Riefenstahl, autora de El triunfo de la voluntad, y Gertrud Scholtz-Klink, líder de la Liga Nacionalsocialista de Mujeres y encarnación femenino del ideario nazi.

Los diarios tenían una letra tan ininteligible que en la década de los sesenta el Centro de Estudio de la Historia del Nacionalsocialismo envió a una taquígrafa a su casa para que se los dictase. Los extractos que se han conservado contienen omisiones y correcciones para suavizar su inicial simpatía por el nazismo.

La historia de Luise Solmitz, un personaje singular del Tercer Reich que podría representar a la clase media alemana que se dejó arrastrar por el Führer hasta el horror, ha sido recuperada por el historiador británico Richard J. Evans en su último libro, Gente de Hitler (Crítica), que retrata a los hombres y mujeres que perpetraron el Tercer Reich.

Embelesada por el discurso de Hitler en Hamburgo

Sus padres regentaban un comercio cuyos beneficios les permitían enviarla a internados de Inglaterra y Francia. Una familia de clase media con una hija de mundo, aunque su progenitor le inoculó una ideología conservadora, nacionalista y antisemita. Su hermano Werner, en cambio, era un liberal de izquierdas.

Ejerció de maestra y se casó con el ingeniero militar Friedrich Solmitz —ella, de soltera, se apellidaba Stephan—, quien tras combatir en la Primera Guerra Mundial le daría una hija, Gisela. Como él no quería casarse, Luise contrajo matrimonio con otro hombre, hasta que Friedrich reconoció a la bebé y volvieron a unirse de nuevo, esta vez legalmente.

En realidad, su titubeante marido había evitado casarse porque era judío y no quería que la niña cargase con el estigma. Oficial condecorado tras la guerra, donde resultó herido en un accidente de avión, él también era un conservador que se movía en ambientes nacionalistas de derechas. Ella no tardaría en abrazar el nazismo.

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Aunque renegaba de la violencia callejera de los nazis, en 1932 se dejó seducir por el discurso de Hitler cuando lo escuchó en Hamburgo. Defendía el orgullo nacional y se sintió “borracha de entusiasmo” cuando participó en un desfile de antorchas un año después, prietas las filas de los camisas pardas, que gritaban “¡Weimar es una mierda!”.

Sin embargo, también se mostraban sedientos de sangre judía y clamaban “¡Muere, Judá!”, escribe Luise Solmitz, quien acudió con su hija para que “pudiera sentir por una vez qué significa la Patria”. Hitler era el líder a seguir y su hermano Werner, portavoz del Partido Democrático Alemán durante la República de Weimar, una amenaza que debía denunciar.

Aceptó las versiones de Hitler sobre el incendio del Reichstag y la Noche de los Cuchillos Largos, dispuesta a transigir con todas las decisiones de los nazis para salvaguardar al país de los socialistas y los traidores, aunque cuestionó la violencia contra los judíos cuando se enteró de la ascendencia de su marido.

El nazismo y la nueva Alemania

Más que una nazi, porque nunca llegó a militar en el partido, era de Hitler: el “poderío de su lenguaje”, su “grandeza”, la “fuerza” de “un hombre que no teme a nada, no transige con nada, no se para ante ningún obstáculo ni dificultad”, dejó claro en su diario tras la anexión de Austria, donde invocaba una nueva Alemania unida.

Mientras, cuando hacía labores de proselitismo como guardián de bloque de la Liga de Protección Aérea del Reich, su marido excluía a los judíos al tiempo que se quejaba ante el Partido Nazi por las constantes exigencias del Tercer Reich de un certificado de ascendencia aria. Friedrich estaba verdaderamente despistado.

¿Y su mujer? Ojo al apunte en su diario: “La mayoría de la gente, o mucha gente, sigue rechazando la judería, como yo misma; no mantienen ninguna relación con ese bando, ni la desean. Yo nunca he tenido ninguna relación con ellos. No conozco a ningún judío”. Excepto a su esposo, cuya madre y hermano se habían convertido al cristianismo.

Clasificados como un “matrimonio mixto privilegiado” con una hija “mestiza de primer grado”, Friedrich perdió los derechos de ciudadanía y fue excluido de los Cascos de Acero y de la Asociación de Oficiales de Guerra Nazis. También les prohibieron izar la bandera nacionalsocialista en su casa, una minucia en comparación con el trato dispensado a Gisela.

Su hija no podía estudiar una carrera universitaria, ni afiliarse a la Liga de las Chicas Alemanas, ni casarse con un compatriota que no fuese judío… Llegaron a enviarle una carta de protesta a Hitler, pero de poco sirvió. Es más, tras la Noche de los Cristales Rotos, la Gestapo fue a arrestarlo con la intención de trasladarlo a un campo de concentración.

Lo salvaron las medallas al valor de la Primera Guerra Mundial, pero sufrió las leyes dictadas contra los judíos, aunque se las ingenió para burlar el pago de multas. La pareja no pudo evitar ser repudiada por sus amistades y tuvo que renunciar a tener una empleada doméstica aria. Pese a todo, en 1938 quiso alistarse como voluntario al Ejército.

La mujer de un judío que despreciaba  a los nazis

¿Por qué dejó Luise de sentirse embriagada por el Tercer Reich? ¿Acaso pesaron más el rechazo social y la pérdida de privilegios —que la llevaron a sentirse como “una delincuente o una degenerada”— que una desmotivación ideológica? En realidad, pudo la familia: el temor a una guerra total, a los bombardeos aéreos, a la deportación de su hija…

Aunque la pareja no simpatizaba con la comunidad judía (“una gente con la que nosotros nunca hemos tenido nada que ver”), Luise deja constancia en su diario de la persecución que sufre el pueblo hebreo, incluidas las deportaciones a los guetos. El 24 de noviembre de 1942 escribe: “Nos hemos convertido en los juguetes de un poder oscuro y malicioso”. ¿Demasiado tarde?

Con la ciudad castigada por la aviación aliada, comienza a desencantarse, aunque en el diario se muestra prudente respecto a su descreimiento hacia Hitler: “El hado inescapable de la mayoría de los conquistadores es la autodestrucción”. No tardaría, sin embargo, en mostrarse más dura con el Führer, aunque tendría que mediar la sangre.

Gisela se ha casado con un belga que trabaja como voluntario en una fábrica y se ha ido a vivir con él a su país, dejando a su hijo Richard al cuidado de los abuelos. Luise ha temido por el futuro de su marido y de su hija, pero no está dispuesta a poner en riesgo la vida de su nieto. “¡Ojalá Hitler se muera sufriendo!”, dice cada vez que cae una bomba.

Cuando el dictador se suicida en su búnker, su discurso ha cambiado por completo respecto a la década anterior, así como la visión de Hitler, torpe e incompetente, “el fracaso más despreciable de la historia universal”. El nacionalsocialismo, según ella, “ha logrado reunir todos los crímenes y las depravaciones de todos los siglos”.

“Nunca un pueblo había apoyado una causa tan mala con un entusiasmo tan extremo, nunca un pueblo se había impulsado tanto a sí mismo hacia la autodestrucción”, escribe Luise, quien ha quemado la bandera nazi que antes le habían prohibido ondear, aunque no muestra en su diario sentimiento de culpa ni apenas empatía por las víctimas judías.

El historiador Richard J. Evans explica que el viraje de Luise de la admiración al desprecio hacia Hitler fue “el trayecto desde los valores típicos de la clase media protestante a una posición política más individualizada”, en la que también influyeron los factores personales. En su caso, la discriminación por ser un “matrimonio mixto privilegiado”.

Pero, sobre todo, el miedo a perder a Richard, que el autor de Gente de Hitler asocia a “su género como mujer” y a su papel de madre y abuela. “Se trata de la preocupación por el nieto y el temor —casi insoportable— a que la vida del bebé pudiera concluir cuando apenas había comenzado, todo por la demencial insistencia de Hitler en iniciar una guerra que Alemania no podía ganar”.





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